Por: Santiago Marchena Álvarez |
Nunca había ido a aquel lugar, aunque siempre lo veía con un atisbo de deseo; he tratado de recordar el nombre de aquella obra que vi en cartelera, pero aún no lo logro, tendré que seguir mi travesía para encontrarla.
Continuando por donde iba, fui con mi tío y un amigo a ver tal representación; todo aquello era un despliegue de luces, escenografía y actuaciones que me estremecían. Había dejes de comedia y drama en proporciones justas; no podía pegar el ojo, me aferraba a la silla en los momentos tensos y reía cuando todo se tornaba jocoso.
En medio de la obra, quizá hacia el final, el actor salió de su situación (una cena familiar), nos miró directo, caminó paso a paso, su mirada era profunda, casi detectivesca.
Preguntó ¡qué era aquello que mirábamos! y ¡cuál era nuestro morbo! Nos retaba con su descontento y yo me hundía en mi silla. Hacia el final de esta escena lanzó su vaso contra el piso derramando el líquido.
Yo tenía a lo sumo diez u once años y no sabía si aquello era real o ficción; mi duda quedó intacta a pesar de que el público permanecía calmo y hasta alguno se reía.
Hoy, habiendo actuado en varios teatros de la ciudad y recorriendo el proceso del aprendizaje actoral, me pregunto si podré o habré dejado alguna marca parecida a aquella que viví.
Y entonces también me inquieta saber ¿qué fue lo que me impactó tanto? Porque seguro había visto shows en vivo algunas veces. Quizá hasta había visto teatro en alguna parte, aunque no fuera consciente de ello. Entonces ¿qué fue lo que me marcó tan determinadamente?
Una compañera de teatro que anda de intercambio en Alemania me contaba que allí, en el lugar donde reside, solo hay un par de teatros principales, algunos pocos pequeños y nada más. Aunque no es una ciudad muy grande eso es poco ¿o no? Lo que me lleva a revisar nuestro contexto.
En Medellín hay más de 30 salas de teatro. En el centro de la ciudad, hay teatros de todos los tamaños y formas. En los barrios pululan teatros extendiendo el arte por las calles más populares. La gran mayoría comparte algo: no son, arquitectónicamente hablando, teatros.
Han sido adecuados y convertidos en espacios escénicos con luces que son, en muchos casos, artesanales, construidas con tarros de leche. Donde antes había un patio, ahora hay un escenario. Donde antes se ubicaba un comedor, ahora se sientan los espectadores a devorar las obras. Y, casi siempre, es cercano.
Tanto que puedes ver el sudor de los actores. Sentir el calor de las luces. Detallar cada elemento por más pequeño que sea.
El actor te ve y te siente, no existe ese gran vacío oscuro de las grandes salas de teatro. Creo que esto es una gran riqueza. Tenemos la suerte de vivir en una ciudad con numerosas agrupaciones artísticas quienes mantienen sus sedes adecuadas así, artesanalmente.
Con cercanía. Son infinitamente distintas en formas, técnicas, estilos, colores. Y en esa cercanía ocurre algo: lo mágico del teatro se perpetúa y el pacto entre espectador y actor es más íntimo.
Al no haber aquel abismo del que hablaba antes, en el que se crean relaciones distintas. Es algo así como la ficción entrando por las rendijas de las butacas. Así, que el que ve, tiene la suerte de ser actor y el actor, a su vez, se vuelve un espectador.
Por eso cuando el personaje de la cena que narraba al principio, tiró su vaso contra el piso y nos retó con su mirada inquisidora, yo entré en su situación y lo vi mirarme como si fuera mi espectador. De otra forma esa experiencia no habría provocado en mí tal reacción.
Tal vez por ese intercambio de roles, esta suerte que tenemos en esta ciudad, amparados bajo nuestro contexto, es que quise ser actor; sentir el vértigo que su mirada depositó en mis entrañas para luego, como quien desea el vacío, quiere volver a vivirlo.
Tenemos la posibilidad de dejarnos atravesar por la ficción. Que en la cercanía es posible vivir otros mundos. Estamos cerca, a un bus de distancia, de adentrarnos en cientos de universos imaginados.